miércoles, 9 de febrero de 2011

¿Nace un surfer? II


De vacaciones en el mar uruguayo

   Día 2. No hay olas. Así que con esa fácil excusa desisto de tomar una segunda clase. Apoyan la decisión fuertes dolores en la espalda y los brazos, producto del desacostumbrado ejercicio muscular de la víspera. Mientras medito mi rehúse, veo salir del mar a dos jóvenes con sus tablas y me les acerco.
    -Yo nunca tomé clases -me cuenta el más bajito, un rubio de muy buen ver y ancho pecho lampiño, con una tabla más baja aún que él-. Y tardé como 20 días en poder pararme. Es cuestión de no darse por vencido.
    Agrega que hace cinco años que surfa. “¿Tú sos también de Montevideo?”, pregunta para mi sorpresa. Lo tengo que decepcionar.
   Día 3. Alquilo durante algo más de una hora una tabla bastante más corta que la de usé en la clase. “Una 7-4”, me aclara el que me la renta. Es que en el interín estuve contemplando la posibilidad de comprar una tabla para, en vez de tomar clases, darme de lleno a la práctica sin limitaciones horarias ni locativas, y las que vi similares a la que usé el día 1 no bajan de usd 350, usadas -demasiado para mis ambiciones, enmarcadas en 10 días de playa-. Con la 7-4 que alquilo me va relativamente bien, lo que me decide a buscar una de dimensiones similares para comprar, en parte también porque sospecho que la medida facilita las maniobras en el oleaje.

    Día 4. Después de buscar en varios comercios del ramo doy con una tabla 7,2 (la medida en pies, me entero), de punta triangular y no redonda, usada, por usd 200, a lo que debo sumar usd 40 del leash, como se le dice a la piolita con que la tabla va unida al tobillo del surfista. En total una cifra que sin ser insignificante está muy lejos de ser fabulosa.
    Por su tamaño (es la mayor de las tablas chicas) puedo prever que me va a crear dificultades, pero confío en superarlas. El vendedor, que en realidad tiene como principal actividad la reparación de tablas, me explica que tuvo una rotura, pero que allí donde él la reparó no volverá a romperse. “En caso contrario te devuelvo la plata”, me garantiza. “Las tablas se rompen, no importa si uno es principiante o experto, las tablas se rompen, es normal”, dice también. Me da varios consejos: usar remera oscura en vez de traje (“el traje dificulta los movimientos, siempre que puedo corro olas sin traje”); poner doble el cabito que une el leash a la tabla; sacar el leash todas las noches y guardarlo extendido; acostumbrarme a la tabla, barrenar un poco con ella y tratar de sentir su régimen de suspensión antes de largarme a surfar. También menciona la otra playa, además de la que yo suelo visitar, que según el viento es apropiada para el surf.
    -No hay tablas mágicas -asegura en relación con mi decisión de adquirir ésa-, para aprender hay que surfar todos los días, tres horas de tarde y tres de mañana. los surfistas no hacemos playa. Bajamos a correr olas y después nos volvemos.
    Esto último lo dice en referencia a los cuidados para la tabla, un objeto mucho más delicado de lo que uno pensaría. Debe protegérsela sobre todo del calor (del sol) y de los golpes. Dice todo esto mientras ajusta las tres quillas que lleva la tabla.
    De tarde hago mi primer ingreso al agua. Tal como los días anteriores, termino molido, a los crecientes dolores musculares en la espalda y los brazos se suman heridas y raspones en las rodillas, golpes en las manos, la impresión de que estuve a punto de rebanarme un dedo con una de las quillas, y una paspadura tal en la cara interna de los muslos y sobre la línea que delimita las dos mitades del escroto que casi no puedo caminar. Además, lo peor: mientras remo acostado sobre la tabla se me apachurran a tal punto el pito y los huevos que empiezo a sospechar que la versión según la cual los surfers son todos asexuales no es, como creía, un mito, cualidad que se debería a una lenta pero efectiva castración por maltrato genital... Al llegar a mi casa me devoro en siete minutos un quilo de pan. 

    De noche, en la cama, al irme durmiento, me vuelven las sensaciones del surf en el cuerpo, tal como me ocurría muchos años atrás al bañarme en el mar. Se siente delicioso.
 
   Día 5. De mañana acompaño a mi madre a la playa siguiente, donde le resulta más facil bañarse. Es un día luminoso de agua transparente y blanda, y mientras me deleito con la vista desde la costa, veo un tiburón: al levantarse una ola, veo que la atreviesa una sombra negra. La visión no dura más de dos segundos, suficientes sin embargo para distinguir un torpedo oscuro y subacuático de ca. dos metros en la pared de agua. En el breve instante inicial creo que es un surfista visto desde atrás, pero al toque sé que es un ejemplar escualo. Obviamente, siempre cabe la posibilidad de que no haya sido un tiburón, pero por lo que sé del mundo acuático, creo que lo era.
   De tarde entro al agua con la tabla. Para evitar los problemas de ayer me puse bajo el pantalón de baño un calzoncillo. De color blanco. Y salvo en el primer intento, en que encaro la maniobra con toda la energía, no llego ni a pararme en mi nueva tabla. Se me va toda la fuerza en luchar contra el mar y correr las olas, me agoto. Son dos sesiones de unos 40 minutos cada una, separadas por un descanso en la playa. En el agua me ubico un poco al margen de los demás surfistas. Su edad promedio es de 17 años, y sobre anchas tablas redondas, con lucientes trajes térmicos, hacen piruetas, haciendo evidente al mismo tiempo y sin proponérselo toda mi incompetencia.
    Al salir me encuentro con mi profe del día 1.
    -Elegí el camino duro -le cuento después de saludarlo-; me compré una 7,2. Así que por ahora no voy a tomar más clases.
    -Está bien -aprueba con una sonrisa alentadora-; tenés condiciones.
    El comentario me alegra. Ya en casa practico en la mesa de madera del quincho, muy ancha y sólida, el salto para ponerme de pie en la tabla, con lo que las heridas de las piernas y las bolas se intensifican.

    Dia 6. Aunque no enormes diferencias, siento sin embargo algunos progresos respecto de ayer, como si me fuera habituando de algún modo a la tabla y los movimientos. Además, ya no vuelvo tan agotado a tragarme un kilo de pan. A la tarde, al volver con la tabla a la playa, cae de visita un amigo (con mujer y dos hijos).
    -Me gustan los deportes de deslizamiento -le comento, evocando a mi todavía marido Sascha, a quien debo esa descripción-: nadar, esquiar, patinar sobre hielo y ahora surfar.
    No menciono el último de la serie, “coger”, porque está junto a nosotros el hijo de 11 años de mi amigo y me parece que lo burdo del chiste no es para su sensibilidad. Tampoco "conversar", porque no quiero que mi amigo piense que está practicando un deporte. 
    -Son todos deportes individuales -contesta, gracias a la última omisión.
    Mi hermano me dijo ayer que el surf es 90 por ciento exhibicionismo”, agrega; su hermano es psicólogo y terminó ayer sus vacaciones en la zona. Y es así que en presencia de mi amigo y su familia en vez de surfar hablamos del tema. También porque poco después llega mi propia hermana (con marido y dos hijos, también psicóloga y conocida del hermano de mi amigo), pero ella directo desde Buenos Aires, feliz de iniciar sus vaciones en el mar. El mayor de sus chicos estuvo incursionando en el surf el año pasado, en esta misma playa, y fue una de mis inspiraciones para probar suerte.
   Dia 7. Olas mínimas, muy nublado, frío. Voy al agua y hay progresos, mínimos pero igual estimulantes. Ya consigo sentarme de a ratos en la tabla y me resulta cada vez más cómoda. Así la voy, según creo, incorporando lentamente. También la prueba mi sobrino, pero no lo convence. Lo mejor del día, sin embargo, es que doy con el nombre que he estado buscando para ella: se llamará Pereciosa, nombre que encuentro perfecto por designar al mismo tiempo la belleza y la muerte (el universo).

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